Mirando al futuro con los ojos de Juan Pablo II: la Iglesia católica y la crisis de occidente
Traducción de un artículo de George Weigel publicado en Catholic World Report
Nota del editor: Desde hace varios años, las numerosas instituciones de educación superior de Cracovia han patrocinado conjuntamente las «Jornadas de Juan Pablo II», que se suelen celebrar en noviembre: una serie de conferencias y simposios dedicados a la exploración académica de una u otra faceta del pensamiento del Papa polaco. Para honrar el centenario de Juan Pablo II, que se celebró el pasado 18 de mayo, las “Jornadas de Juan Pablo II” de 2020 giraron en torno al tema “Los próximos cien años”. A la luz de la pandemia mundial, las “Jornadas de Juan Pablo II” de 2020 se llevaron a cabo de forma virtual, con conferencias pregrabadas y debates en línea. George Weigel, biógrafo de Juan Pablo II, dio la siguiente conferencia en video pregrabado el 5 de noviembre de 2020.
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Gracias por esta invitación a participar una vez más en esta conferencia anual.
Aprecio el tema que han elegido para el centenario de Juan Pablo II: mirar hacia los próximos cien años. Porque, como amigo de Polonia, me ha preocupado durante mucho tiempo que se mire a Juan Pablo ii como una figura del pasado y sin embargo que no se mire al futuro a través de sus ojos.
Entiendo los sentimientos por los que tantos polacos miran a Juan Pablo II con tanto cariño e incluso nostalgia. El enorme lugar que ocupa en el imaginario nacional polaco es totalmente comprensible. Y, sin embargo, creo que él querría que hiciéramos precisamente lo que esta conferencia pretende hacer, que es mirar hacia el futuro, a través de sus ojos. Así que espero que las conversaciones generadas por las Jornadas sobre Juan Pablo II de 2020 en Cracovia ayuden a dejar de mirar hacia atrás para mirar hacia adelante con una visión moldeada por su ejemplo y enseñanza.
En este breve artículo, quiero mirar hacia adelante a través de los ojos de Juan Pablo II considerando dos futuros: el futuro de la Iglesia Católica y el futuro de la civilización occidental, o más específicamente, el futuro de la democracia occidental. Estos dos futuros se cruzan, como sugeriré al final. Por el momento, sin embargo, permítanme tratar cada futuro por separado.
Comencemos por el futuro de la Iglesia, visto a través de los ojos de Juan Pablo II. ¿Cómo querría él que pensemos la Iglesia Católica para los próximos cien años?
De hecho, nos dijo con bastante claridad, cómo debería ser el catolicismo del futuro. Nos lo dijo en la encíclica Redemptoris Missio de 1990; nos lo volvió a decir a lo largo del Gran Jubileo del 2000; y nos lo dijo muy claramente en la carta apostólica de clausura del Gran Jubileo, Novo Millennio Ineunte .
En Redemptoris Missio, a lo largo del Gran Jubileo y en Novo Millennio Ineunte, Juan Pablo II resumió la enseñanza de su pontificado y su visión del futuro católico bajo la rúbrica “La Iglesia de la Nueva Evangelización”. Como traté de demostrar en mi libro, La ironía de la historia católica moderna, esta idea, central en la enseñanza de Juan Pablo II, es la culminación de un desarrollo complejo y a menudo polémico que comenzó con el Papa León XIII, quien en 1878 tomó la audaz y estratégica decisión que la Iglesia Católica no se debía limitar a resistir al mundo moderno, sino que tenía que involucrarse con el mundo moderno para convertir al mundo moderno.
Las energías generada por esa decisión leonina se extendieron por la Iglesia mundial durante unos 80 años, y el papa Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II precisamente para reunir y concentrar esas energías. Juan XXIII convocó al Vaticano II para que la Iglesia Católica tuviera una nueva experiencia de Pentecostés, una experiencia de ese fuego del Espíritu Santo que llevó a la Iglesia primitiva a salir y convertir a gran parte del mundo mediterráneo. Como joven obispo auxiliar en Cracovia y luego como arzobispo de la ciudad, Karol Wojtyła experimentó el Concilio Vaticano II como lo que Juan XXIII pretendía que fuera: un evento en el que la Iglesia Católica se reunió para una nueva energía evangélica y misionera, al entrar en su siglo XXI y en el tercer milenio.
Al darle al Concilio Vaticano II una interpretación autorizada, que entiendo que es el mayor logro del magisterio de Juan Pablo II, y orientando esa interpretación hacia la Iglesia de la Nueva Evangelización, Juan Pablo II llevó a cabo la intención del Vaticano II que Juan XXIII expresó en su discurso de apertura al Concilio. Al mismo tiempo, Juan Pablo II puso en marcha a todos los católicos, su compromiso para el futuro.
¿Qué es esta Iglesia de la Nueva Evangelización, como la entendió Juan Pablo II?
Primero, la Iglesia de la Nueva Evangelización es una Iglesia en la que todo católico se entiende a sí mismo como un discípulo misionero. En el paradigma del catolicismo de la Contrarreforma en el que crecí, el modelo del misionero era san Francisco Javier, alguien que fue a una parte del mundo exótica, previamente inexplorada y quizás incluso peligrosa, para llevar el evangelio a un lugar donde nunca había sido proclamado. La Iglesia todavía necesita ese tipo de misionero en la actualidad y Polonia, tiene el mérito de proporcionar muchos de ellos.
Sin embargo, Juan Pablo II pidió a todos los católicos que se consideraran discípulos misioneros. Pidió a todos los católicos que entendieran que el día de su bautismo, a cada católico se le confió la gran misión de Mateo 28, 19: «Id y haced discípulos de todas las naciones». Así, todo católico, propuso Juan Pablo II, debería medir la calidad de su discipulado por su eficacia como misionero: como aquel que ofrece a los demás el don de la fe y la amistad con el Hijo de Dios que se ha dado a los católicos.
En segundo lugar, la Iglesia de la Nueva Evangelización es una Iglesia que piensa en todas partes como «territorio de misión«. Los católicos ya no deben pensar que los territorios de misión son lugares exóticos o lejanos. El territorio de la misión está a nuestro alrededor, sobre todo en el mundo occidental. No es exagerado decir que los Países Bajos son territorio de misión. No es exagerado decir que Bélgica es hoy territorio de misión. Suiza es territorio de misión. Sin duda, Alemania es territorio de misión. Estados Unidos es territorio de misión.
Y es imperativo que el catolicismo polaco comprenda que Polonia es territorio de misión.
En la visión de Juan Pablo II de la Iglesia de la Nueva Evangelización, el “territorio de misión” es el hogar y el vecindario de cada católico. Territorio de misión es el lugar de trabajo de todo católico. Territorio de misión es la vida de cada católico como consumidor y territorio de misión es la vida de cada católico como ciudadano. Todo es territorio de misión.
Esta visión profunda y desafiante de un futuro católico en el que cada católico es un misionero y cada lugar es un territorio de misión está tomando algo de tiempo para que los católicos la comprendan, especialmente en lo que han sido sociedades y culturas cómodamente católicas durante siglos. Y, sin embargo, los católicos deben entender que vivimos en tiempos apostólicos, no en tiempos de cristiandad. La cristiandad en Occidente ha terminado. Dentro de veinte años ya no será posible que nadie en los Estados Unidos responda a la pregunta «¿Por qué eres católico?» diciendo: «soy católico porque mi bisabuela vino de Irlanda (o México, Bélgica, Baviera, Italia, Lituania, Ucrania o Polonia)». Esa respuesta no será suficiente, porque el catolicismo como herencia étnica ya no puede florecer en Estados Unidos. La cultura simplemente no lo permitirá.
Y esta situación no es exclusiva de Estados Unidos.
Como todos los padres y abuelos saben, la cultura que nos rodea hoy en Occidente no ayuda a transmitir la fe católica; lo que es peor, a menudo es activamente hostil a la fe. Por tanto, la confianza en que la identidad étnica o nacional polaca transmitirá la fe católica en el futuro no se puede sostener. De hecho, dudo que el catolicismo por herencia étnica o nacional funcione muy bien entre los jóvenes polacos de hoy. Donde el catolicismo vive y es vital entre los adultos jóvenes en Polonia hoy en día, es porque la fe ha sido propuesta, celebrada y vivida, como he visto durante décadas en el ministerio universitario dirigido desde la Basílica Dominica de la Santísima Trinidad en Cracovia, y en los ministerios universitarios que los dominicos tienen en otros lugares.
La era de la transmisión étnica o nacional de la fe católica, la era del catolicismo transmitida por una especie de herencia genética u ósmosis, ha terminado en todas partes del mundo occidental, incluida Polonia. Todos los católicos de Occidente deben reconocer esto. Sin duda, Juan Pablo II lo reconoció, y por eso llamó a la Iglesia a recuperar su identidad primaria como empresa misionera.
Para ser la Iglesia de la Nueva Evangelización, el catolicismo debe renovarse y reformarse. Permítanme indicar muy brevemente dos de esas líneas de reforma que me parecen especialmente urgentes en Polonia.
Para ser la Iglesia de la Nueva Evangelización se requiere una profunda reforma de los seminarios polacos y de la educación teológica polaca. Todos los sacerdotes del futuro en Polonia tendrán que ser misioneros, ya sean sacerdotes que vivan y trabajen en comunidades religiosas, o sacerdotes que vivan y trabajen como clérigos diocesanos en parroquias. Todo hombre que crea que tiene vocación sacerdotal en el catolicismo polaco del siglo XXI debe entender que, necesariamente, vivirá una vocación misionera. Eso significa que la formación sacerdotal en los seminarios diocesanos y casas religiosas debe ser formación para la misión. La noción del sacerdocio como una carrera privilegiada de prestación de servicios sacramentales ya no puede ser la noción dominante del sacerdocio en Occidente; no puede ser la imagen impulsora del sacerdocio del futuro en los Estados Unidos, y no creo que pueda ser la idea que dé forma al sacerdocio católico polaco del futuro. Los sacerdotes del siglo XXI que piensen que su tarea principal es mantener la vida institucional de la Iglesia, los sacerdotes que no se consideren apóstoles misioneros, eventualmente se convertirán en guardianes de museos.
En segundo lugar, esta Iglesia de la Nueva Evangelización en Polonia debe ser una iglesia pública, pero no una iglesia partidista . Debe ser un catolicismo plenamente comprometido con la cultura y la sociedad, que ofrezca las verdades que es un privilegio aportar a la sociedad o a los bienes común. Pero la Iglesia católica del futuro en Polonia, o en cualquier otro lugar, no puede ser una iglesia partidista identificada con ningún partido político, facción política, tendencia política o filosofía política en particular. Siempre que la Iglesia ha hecho esto en la historia moderna, surgen serios problemas para la misión evangélica primaria de la Iglesia.
Este es un asunto complejo, porque es obvio que algunos partidos políticos, algunas tendencias políticas y algunas filosofías políticas son más adecuadas que otras para reflejar la comprensión católica de la persona humana y las verdades morales que la Iglesia cree que son esenciales para una vida recta. tanto individualmente como en sociedad. No obstante, la tentación de alinear a la Iglesia con el poder mundano proviene de la fuente de toda tentación, como el mismo Cristo lo dejó claro en Mateo 4, 8-10. Y, por tanto, la tentación de identificar a la Iglesia católica con un partido político particular en un momento particular de la historia es una tentación que debe ser resistida en sí misma, si la Iglesia de la Nueva Evangelización ha de ser la Iglesia que imaginó Juan Pablo II.
Consideremos ahora el futuro del proyecto de civilización occidental, o a la democracia occidental, a través de los ojos de Juan Pablo II.
A través de esos ojos, podemos ver que este proyecto de civilización, este proyecto democrático, está en crisis. Es una crisis de incoherencia, y si leemos atentamente la encíclica social más importante de Juan Pablo II, Centesimus Annus, y su carta apostólica, Ecclesia in Europa, las raíces de esa incoherencia se ponen de manifiesto. Permítanme describir esta crisis de incoherencia a través de la imagen de un taburete, un pequeño mueble sobre el que uno puede sentarse.
Así que imaginemos la civilización occidental como un taburete con tres patas. Una de esas etapas está etiquetada como «Jerusalén», la segunda pata está etiquetada como «Atenas» y la tercera pata está etiquetada como «Roma». Juntas, esas tres patas sostienen lo que conocemos como «Occidente». ¿Cómo lo hacen? O para plantear la pregunta de otra manera, ¿qué han enseñado a Occidente “Jerusalén”, “Atenas” y “Roma”?
“Jerusalén”, o la religión bíblica, enseñó a Occidente que la historia va a alguna parte, que la historia de la humanidad es lineal. Lo que quiere decir que la historia no es cíclica, ni repetitiva, ni simplemente aleatoria: una cosa sucede tras otra sin un propósito discernible y sin un patrón discernible. No. El mensaje bíblico es que la historia tiene una dirección. Y la raíz de esta idea tan fundamental para la cultura de Occidente, que la humanidad va a alguna parte, que la vida es viaje, aventura, peregrinaje, es la experiencia y la historia del Éxodo: la imagen fundamental de la liberación en el mundo occidental.
La idea de que la historia tiene un propósito, que la historia tiene una dirección, un telos , ha sido absolutamente crucial para la civilización distintiva de Occidente. Y fue la religión bíblica la que enseñó esa lección fundamental y creó ese «apoyo» cultural fundamental: primero, a través de la autorrevelación de Dios al pueblo de Israel y, definitivamente, en la autorrevelación de Dios a través de la segunda persona de la Santísima Trinidad, nacido en la historia de María de Nazaret.
¿Qué pasa con «Atenas»? La filosofía clásica, comenzando con los presocráticos en el siglo VII antes de Cristo, enseñó a Occidente que hay verdades (incluidas las verdades morales) inscritas en el mundo y en nosotros; que podemos conocer esas verdades mediante las artes de la razón; y que conociendo esas verdades, aprendemos nuestros deberes y obligaciones como individuos y ciudadanos.
En marzo de 2000, Juan Pablo II reflexionó sobre esto cuando su peregrinación bíblica durante el Gran Jubileo del 2000 lo llevó al Monte Sinaí, donde Moisés recibió los Diez Mandamientos. Allí, el Papa dijo que la ley moral, la ley que lleva a la humanidad a una vida recta, a la felicidad y, en última instancia, a la bienaventuranza, se inscribió en el corazón humano antes de grabarse en tablas de piedra. Los fundamentos de la ley moral que conocemos por revelación también son accesibles a la razón. No es una ley moral que sea «verdadera para los creyentes». Es una ley moral que es verdadera para todos, porque está inscrita en la realidad.
“Atenas” dio a Occidente confianza en la capacidad de la razón para llegar a la verdad de las cosas, y no solo a la verdad moral de las cosas, sino a la verdad científica de las cosas y la verdad filosófica de las cosas. Esa convicción de que los seres humanos tienen la capacidad de captar la verdad de las cosas ha sido crucial para la civilización de Occidente. Sin ella, no habría habido desarrollo de la ética, ni desarrollo de la ciencia, ni desarrollo de la tecnología, ni desarrollo de una política humana.
¿Qué pasa con «Roma»? La República Romana dio al proyecto de civilización occidental la idea crucial de que el imperio de la ley es superior a la coerción o fuerza bruta para ordenar la vida pública. Pensemos en Cicerón, que era un filósofo serio y un político práctico, posiblemente mayor como filósofo que como político. En cualquier caso, Cicerón simboliza la contribución romana más importante al proyecto de civilización occidental: la idea de que el imperio de la ley es superior a la imposición por la fuerza, ya que los seres humanos estructuran mediante ella su vida común en sociedad.
Así, el proyecto de civilización occidental y su expresión política moderna, que llamamos democracia, se construye sobre estas tres patas, estas tres bases: (1) religión bíblica: la vida es viaje, aventura y peregrinaje porque la historia va a alguna parte; (2) Filosofía griega: hay verdades incrustadas en el mundo y en nosotros y podemos conocerlas; y (3) derecho romano: el imperio de la ley es superior a la coerción en los asuntos humanos.
Sin embargo, ¿qué vemos hoy? ¿Se mantienen firmes esos cimientos? Yo creo que no.
En el siglo XIX, la alta cultura europea, encarnada en figuras como Comte, Feuerbach, Marx y Nietzsche, dijo: “No. No necesitamos la pata ‘Jerusalén’ en el taburete de la civilización, porque el Dios de la Biblia es el enemigo de la maduración y la liberación humanas «. Esta falsa idea (que el amigo de Juan Pablo II, el P. Henri de Lubac, SJ, analizó en un importante libro titulado El drama del humanismo ateo) expulsó al Dios de la Biblia de la historia de la civilización occidental y, por lo tanto, de la cultura pública de Occidente. Entonces, con la pata de «Jerusalén» pateada, solo quedaban dos patas en el taburete, que, como era de esperar, se volvió inestable.
¿Que paso después? Bueno, parece que cuando se quita del marco al Dios de la Biblia, la razón comienza a dudar de sí misma. Porque si elimina la noción (que se encuentra tanto en el Génesis como en el evangelio de San Juan) de que Dios el Creador imprimió verdades en el mundo y en la creación humana, que Dios imprimió la racionalidad divina, por así decirlo, en el mundo y en nosotros -comienzas a perder la convicción de que hay racionalidad en el orden creado; que hay verdades y patrones de verdades por descubrir en el mundo; y que la razón humana puede captar esas verdades y patrones. Cuando se pierde la idea de un Creador racional, parece que se pierde después la confianza en la capacidad humana para llegar a la verdad de las cosas. Y eso ayuda a explicar la lamentable condición de gran parte de la cultura occidental actual:
Esta pérdida de «Atenas», debido en parte a la pérdida de «Jerusalén», tiene graves consecuencias para «Roma».
Porque, como Joseph Ratzinger señaló proféticamente en abril de 2005, el escepticismo sobre la verdad es una receta para la desaparición del estado de derecho. Porque si solo existe “tu verdad” y “mi verdad”, y ninguno de nosotros puede apelar a la verdad para resolver nuestros desacuerdos, entonces sucederá una de dos cosas: tú me impondrás tu poder o yo impondré mi poder sobre ti. Eso es lo que Ratzinger quiso decir con esa sorprendente frase, la «dictadura del relativismo»: el uso del poder estatal coercitivo para imponer una ética pública relativista en toda la sociedad. Este peligro se encuentra hoy en todas partes en Occidente. Y es una de las razones por las que el proyecto democrático occidental se encuentra en tal estado de confusión.
Esa confusión refleja el duro hecho de que los fundamentos culturales de la democracia y, de hecho, de todo el proyecto occidental, se han convertido en incoherencias. Occidente está en crisis porque Occidente ha perdido en gran medida «Jerusalén» y está perdiendo rápidamente «Atenas». Y debido a esas erosiones y pérdidas, Occidente está en grave peligro de perder «Roma», la idea de que el estado de derecho, logrado mediante un debate racional que conduce a un consenso que refleja el juicio de los ciudadanos autónomos, es superior a la coerción para ordenar nuestra vida en sociedad.
Permítanme ahora traer estos dos «futuros», vistos a través de los ojos de Juan Pablo II, juntos.
Si la raíz de la incoherencia cultural de Occidente es una pérdida de fe en el Dios de la Biblia (el fundamento de Jerusalén del proyecto de civilización occidental), entonces la Iglesia de la Nueva Evangelización, -la Iglesia del futuro, según Juan Pablo II- es de importancia crítica para el rescate del proyecto de civilización occidental. Porque es la Iglesia de la Nueva Evangelización, en su labor de proclamación del Evangelio y en su testimonio público, la que ayudará a la civilización occidental a recuperar “Jerusalén” y, por tanto, a recuperar “Atenas” y la confianza cultural de que la razón puede captar la verdad de cosas, que es esencial para defender el estado de derecho contra la coerción en nombre del escepticismo y el relativismo.
Al ser una Iglesia que convierte al mundo a las verdades de la fe bíblica, la Iglesia Católica también está reconvirtiendo el mundo a la razón y la capacidad de la razón para ordenar los asuntos humanos. Los dos van juntos. Al ser una Iglesia en misión permanente, la Iglesia que Juan Pablo II imaginó durante el Gran Jubileo de 2000, la Iglesia que describió en Redemptoris Missio y Novo Millennio Ineunte, el catolicismo llevará a cabo la Gran Misión y ofrecerá a la civilización occidental un camino más allá de esta crisis de incoherencia.
Si miramos el presente y el futuro con los ojos de Juan Pablo II, vemos un gran desafío. Sin embargo, mirando al presente y al futuro a través del prisma de su enseñanza y su pensamiento, también vemos un modelo para la renovación eclesial y la reforma cívica que nos da la esperanza de hacer realidad la gran visión que propuso a las Naciones Unidas hace veinticinco años: la visión de una nueva «primavera del espíritu humano».